domingo, 28 de julio de 2013

Un domingo cualquiera

Era lo típico que se podía hacer un día como aquel. No levantarse hasta tarde de la cama, tener apagado el móvil, llevar puesto el pijama durante todo el día. Desayunar tostadas, mojarlas en el café, abrir la ventana y mirar el transcurso del tiempo, el paso del tiempo. Encender la televisión, barrer el pasillo con ella puesta pero sin escucharla, solo para no sentirte sola. Ver películas antiguas, leer revistas viejas, buenos libros, bajar los escalones de dos en dos y salir a la calle con una sudadera a comprar el pan en el establecimiento pequeño de la esquina, siempre llevando botas, pisar charcos.
Era de esos días en los que nadie prestaba atención  y lo encontrabas realmente divertido, no porque te parecieran vidas vacías, sino porque te sentías como una mirona, una pequeña cotilla que entraba sin avisar en los domingos de aquellos que tenías cerca.
Cada domingo te gustaba imprimir una foto, lo considerabas como tu pequeño diario. Yo fui el único que llegué a verlas, cuadernos enteros llenos de memorias y recuerdos que habían marcado tus días, tus domingos.
Te veía desde la ventana del tercer piso, la del edificio de enfrente. Cada fin de semana te llegaba un girasol con una nota. Lo dejaba el cartero en tu portal y tu siempre lo recibías con una sonrisa, sabías quien lo enviaba y yo también. Te veía reir.
Hasta que uno de esos domingos, uno cualquiera decidí dejar de esconderme tras notas escritas deprisa, dejé de estar detrás de cada flor amarilla para ponerme delante, delante de tu portal, de ti, de tu ventana.
Eran tus domingos hasta que llegué yo para convertirlos en nuestros.

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