viernes, 22 de junio de 2018

Hablando con nadie

No veo el fondo del abismo y me da miedo saltar sin saber si habrá final.
Tampoco sé lo que me espera bajo tanta oscuridad.
Mi alrededor es gris y no veo a dos palmos.
La niebla me abraza con ternura y yo no sé si debería prolongar las agonías.
He perdido la cuenta del tiempo que llevo de pie intentando encontrar respuestas.
He luchado contra todo pronóstico para salir adelante y, como en las mejores ocasiones, siempre se queda dentro la espina del árbol caído.
La cuestión es que estoy harta de esa espina.
Me acostumbré a vivir con ello y no sé qué hacer para sacarla.
No
Puedo.
Corro el riesgo de teñir la niebla de bermellón y verter al abismo los alientos que me queden, derramando algo de sueños estúpidos por entre las rocas.
¿Estoy preparada para ello?
Estaba convencida de que no, que prefería enhebrar más sueños embotellados antes de desaparecer.
Incluso había adaptado mis ojos al gris y aprendido a manejar la invisibilidad como forma de vida.
¿Qué ha cambiado entonces? ¿Por qué me atenazan las ganas de saltar y tentar a los miedos a pararme los pies? ¿La culpa es solo de la adrenalina? ¿Me habré cansado de luchar?

Respiro hondo. Esta es la enésima multiplicada por cien. Como hasta hace poco cuando me sentía imparable.
Me dice que piense. Que piense todo lo que dejaría atrás si decidiera saltar, que me sienta con derecho a mi vida con ellos.
Dice que deje de hacerme de menos porque soy yo la única responsable. Que deje de sangrar las heridas, que aprenda a quererme y que pare.
Me dice que espere, que sabe que no sería capaz. Que por mucho que pueda pesar la pena, se ahoga con las alegrías.
Adivina que quiero volver a verlos una vez más, y sentirme en casa.
Me pide que deje de agarrarme a los domingos como si mi vida dependiera de ello.
Que corra. Que correr no es de cobardes y que tampoco te hace mejor pero que me ayudaría a salir de las cuatro esquinas entre las que me cobijo.
¿Qué cuanto hace que no escucho mi risa? ¿Qué desde cuando el mundo no prueba mis besos?
Nunca me he aprendido el sonido de ella, porque lo poco que río lo disfruto. Y el mundo nunca conoció mis besos.

Tira de mi gritándome ¡despierta!
Dice que esto no es un mal sueño, que al mundo real se le conoce por sacarte las cosquillas a arañazos pero que es el mismo que te pide que resurjas de tus cenizas.
Y yo me he quedado embobada mirándome las llamas.

Hace frío a pesar de la época del año que atravieso y el fuego debe ser artificial porque no calienta lo suficiente.
No quema, no calcina, no se mimetiza con el gris que me rodea.
Por eso no puedo jugar a ser ave fénix.
¿ Y ahora? ¿Qué puedo hacer?

Puedo elegir.

Seguir abrazada a los a lamentos, avanzar un pie y después otro con ideaciones suicidas.
Dejar de respirar, olvidar los días mejores.
Dejar de querer, no volver a abrir los ojos, no descubrir lo que- con tanto mimo- me tiene reservado el mundo real.
No despedirme del sol, no volver a pisar tierra ni sumergirme en el mar.
Dejar de guardar recuerdos en la retina.
Despegar las notas de los cristales, no jugar con los acordes y no volver a sentir nunca más.

O puedo jugar con esos fuegos tan artificiales que me envuelven. Cargarme días y penas a las espaldas y comenzar a trepar la montaña de mis dudas.
Volver a casa, volver a verlos, sonreír porque si, no olvidar la música, hacerle cosquillas a las olas, dorarme al sol y pensar que mi transcurso irrelevante no le va a servir a nadie más que a mí para sobrevivir.
Y que venga lo que tenga que venir.

Para hacer lo primero, debería saltar. Me dice que ya estoy tardando, que no me despida porque me echaré atrás. Que lo haga. Pero sabemos que no es lo que quiero.
Que voy a elegir lo segundo.
Que yo soy más de deportes de riesgo y que aprendí que las penas quemaban y las alegrías escocían. Que no todas las heridas dejan cicatriz y que las que se quedan es porque tuvieron algún motivo de más.

Dice que soy una persona incansable y que no se lo he demostrado con el paso del tiempo sino con la manera de levantarme después de caer, con los remedios de mis lágrimas y mi cabeza dura.

Me dice que vaya, qué le de la mano y que esta noche cuando deje de sentirme gris va a llevarme al mar.

Me ha dicho que la sal que se ve en los reflejos de luna da de sobra para sus heridas y las mías.

Febrero sobre el Father Bernatek Footbridge- Cracovia

Durante los mayos

Me enamoré de ti en aquel abrazo. No recuerdo muy bien si por aquel entonces tú me querías de la misma manera.
Solo recuerdo el rodeo rápido de tus brazos hasta rozarme el alma.
Luego llegaron miles de cosas bonitas, miles de confesiones y de risas, y otras tantas complicidades. Pero ningún otro abrazo me ha hecho sentir igual de bien. Y mira que ha pasado tiempo.
Pero las primeras veces tenías la virtud de hacerme sentir alguien en la nada. De sentirme querida y correspondida y de poder regalar mi cariño tal y como lo sentía sin tener que medir mis palabras.
Me ganaste jugando con otras con ese punto canalla pero haciéndome ver que estaba la primera en tu lista de prioridades.
Tenías unas formas peculiares de querer pero dicen que cuando se quiere, se hace con todo, con virtudes pero mucho más por defectos.
Y tonta de mi, fue lo primero a lo que me agarré cuando agarraste mi corazón.
Eras la más bonita de las tempestades. Eras las buenas noches a tiempo y los amaneceres con sueño.
Entonces creí que entendí las connotaciones de significarme.
Te convertiste en mi mundo y yo me declaré satelizante de tu persona.
¿Quieres saber lo que más extraño?
De ti guardo recuerdos maravillosos, que permanecerán conmigo hasta que deje de respirar pero echo de menos la seguridad que me transmitías.
La decisión que de vez en cuando hace que me flaqueen las piernas y las palabras desmedidas.
Nadie podía cuestionar mis sentimientos porque eras mi realidad.
Sé que estás mejor que nunca, que te has convertido en tu mejor versión pero a mi, durante los mayos me cuesta asimilar que hace mucho que aprendí a vivir sin ti.


De las cosas que hacen frenar

Fuera junio no termina de florecer.
El cielo llora, incesante, pidiéndonos un respiro, una mano alentadora que lo acerque al mar. Un grito que sangre todas sus heridas.
El frío se nos ha colado por los marcos de las ventanas y del verano no hay ni rastro.
Pero no puedo evitar sonreír a la vida, cuando veo que enlentece el ritmo para aquellos que lo necesitan.
Me encanta observar el bullicio desde las ventanas. Hace que mi mente se acelere en forma de preguntas de las que ni yo sé cómo salir.
Pero hoy, mientras el cielo lloraba, vi pasar a todas las edades concentradas en cuatro vidas.
Todo ello en menos de cinco metros de una fachada vetusta y cubierta por las humedades.
Dos de esas vidas no sumaban los treintaytantos y se abrazaban ante un semáforo demasiado carmín. No llevaban paraguas pero tampoco se les veía necesitados.
Aquel fue el primer instante en que vi al mundo detenerse.
Pero luego. Me di cuenta de que no era yo la única observadora de aquella calle concurrida.
A lo lejos, venían otras dos almas con muchas más canas sobre las sienes que, al ver los abrazos calados, se dieron la mano.
Como si la vida nos enseñase a recuperar lo que perdemos cuando nos invade el pánico a intentarlo.