martes, 28 de enero de 2020

Tropiezo número veintiocho.

Leerte por amor al caos. A todo lo prometido que nunca se convirtió en deuda.
Leerte porque sangras como cualquier mortal pero tienes la psique de un antiguo dios griego elevada a la enésima potencia.

Leerte para endulzar las tardes de lluvia y vinilos, para escapar de las cortinas de lluvia que empapan los soportales de la urbe.
Para combatir el frío con más aludes de hielo.
Leerte para sentir la herida y estar orgullosa de todas las veces que me animaste a levantar la cabeza.
Para desvestir el pánico que se ha acostumbrado a arropar a algún monstruo que sigue durmiendo bajo mi cama.
Leerte como alternativa al llanto, para acabar creyéndome fuerte.
Para verte a menos distancia de la permitida y a algo más de la indecorosa.
Leerte con la música al trece y que solo se escuche tu voz dentro de mi cabeza.
Para que sigas siendo bote salvavidas de cada uno de mis naufragios.
Leerte para que seas, en prosa o verso, la primera opción a llevarme hasta una isla desierta.

Te leo con el alma somnolienta, y con la cabeza más despierta y siempre lista para la guerra. Los sueños me suceden de manera premonitoria: volviendo a aparecer solamente los mejores instantes.
Te leí esta tarde y, como cada vez que te respiro, quiero quedarme a vivir en cada coma que frena tu pena.

-a PB.

¨Retrato de hombre con escala de colores¨

Ella pintaba.

Pintaba mundos, caracolas.
Pintaba sonrisas a medias, y contaba a todo color cada una de sus historias.

Trotaba sobre todas las ciudades que gritaban fuerte a lo prohibido. Escapó de todos los esquemas.

Como si el mundo por entero quedara a un palmo de su alcance.
Era dueña y señora de su vida y despertaba recelo entre los que no la conocían bien pues tenía por costumbre compartir cuerpo y alma con todo aquel que supiera escucharla.
Aquella era la condición suprema para dejarse conocer: llegar desde lo carnal a lo extracorpóreo a golpe saliva y hiel.

Ella daba miedo, porque en lugar de sucumbir a la tentación nacía de ella y se sumergía a nadar en nuestro mar de dudas.
Borraba todos los malentendidos con el carmín de los labios porque decía que era la única frivolidad que era capaz de permitirse.
Su fuego no necesitaba patrón de gasolina para devastar los corazones.

Siempre dijeron de ella que era agua clara. Que las mentiras no le hacían justicia.
Luego, cierto caballero, la quiso de más; y mientras cumplía condena contó que lo hizo subir al cielo. Que sus manos eran los rayos de que no cesaban en su empeño de destruir la oscuridad.
Dijo de ella que era una mujer disfrazada del tiempo que le robó la celda.

Y yo la pienso. Qué fenómeno divino tuvo que ser respirar un aire idéntico y colorido.
Aunque no entendiera sus golpes de pincel.

Si la tuviera delante, si me dejaran algo más que dos trazos de su obra y un libro de poemas que la retrata queriéndola de manera desmesurada, no sería capaz de frenar la onda expansiva de su presencia.
Quizá su risa me sacaría del trance en me me tienen los versos de Hernández, y pasaría del blanco al tecnicolor.
Entonces me atrevería a escupir las dudas que persiguen a mis entrañas, colocándolas de forma ordenada en su pelo a modo de corona de espinas.

De entre toda la piel que repartió, le pediría la más vieja. La que estaba nutrida con la experiencia.

Aún sigo preguntándome si no me confundí de siglo al pronuncí ar mi primer buenos días,
aunque también es cierto que soy más de madrugadas.

Creo que le preguntaría si verlo todo de manera diferente fue crimen o castigo. Y si era tan maravilloso como nos quiso hacer ver en cada trazo.

-A Maruja Mallo.




lunes, 27 de enero de 2020

Para sostenerme los miedos

Tu beso en la frente me hizo perder el equilibrio.
El último del año;
y otro, sin esconder el daño.


Pero allí estabas-una vez más- para sostenerme los miedos.


No me acostumbro a volver a casa (y a verte) y que los cimientos de mi mundo se orienten hacia tu norte cada diciembre.
Si hablamos de besos, podría pasarme las ultimas veinticuatro horas que nos restan debatiéndome entre la ficción y la realidad.
Entre todos los que te faltaron, aquellos que yo necesitaba y los que en realidad imprimiste sobre los milímetros de mi piel llenaríamos al menos un par de cuadernos.
Estamos hablando del beso-imán en el que te recreas, a sabiendas de que mi corazón sigue gritando tu nombre.


Y de tus abrazos con falsas promesas de extrañar profundo.
Lástima no ser más que dos tontos a los que jugar al despiste se les viene grande.


Dos idiotas dispuestos a superar su tontería, a seguir persiguiendo unos sueños sin ánimo de llegar a meta alguna y con ganas de tropezar de nuevo en la misma piedra.


Al menos, las miradas y las risas siguen llenando el vacío con sabor a volver a vernos.

-a C.


Nosotros desbaratado.

Podríamos echarle la culpa al tiempo: de pasar y no quedarse, de fluir lento.
Al reloj que marcaba la hora que nos hizo coincidir.
Podríamos culpar a las vidas que nos quisieron por empujarnos a girar en la misma órbita.
O a los años que perdimos tratando de encontrar un camino recto que llevara al otro, aún sin saberlo.
Podríamos echarle la culpa al demonio que, sabiendo que ambos amábamos el fuego, quiso tirar de mecha y cerilla para encender esta historia.
Podríamos pasar eones tratando de lanzar la culpa al tejado de nadie.

Y todo sería inútil.

Porque terminaríamos por darnos cuenta de que la única culpa que existe es la nuestra cuando decidimos que juntos sonaba mucho mejor que separados.
Cuando confesamos que la risa nos ganaba todas las partidas y ambos decoramos el infortunio con carcajadas.
Que nos decantamos por el mismo bar, y la misma bebida, que hasta los amigos tenían que ver y la noche se quedó perfecta.
La culpa de querer bailar lento, como lo hacían antes fue solo nuestra.
Y las madrugadas, y el quererse menos que nos hizo amarnos de más.
Si tengo que culpar a algo fue al bendito nosotros que salió por la puerta de aquel garito para no regresar entero.
Un nosotros que huyó a plantarle cara a la luna y se dio de bruces con una realidad truncada.



Otra vuelta al sol en la vida de M.

Ha perdido la cuenta de los años que lleva remendando su recuerdo. Está ajado, manoseado, quizá algo viejo a pesar de la eterna juventud que rezuma.
Hoy los regalos seguro que llueven en otro punto del mapa. Y la vida se celebra a manos llenas.
Ella lo hace en secreto, desde la profundidad del ser.
Celebra otra vuelta al sol de la idea de amor en la más platónica de sus formas.


Hacía tiempo que no permitía que volaran las mariposas otro veinte de enero.
Y hoy lo recordó. Recordó todas las sonrisas que llevaba impresas en su pelo negro. Todas las veces que dejaron al silencio hablar.

Recordó que las casualidades no eran las importantes de la historia.
Hoy ha recordado por qué todo se quedó en las ganas.


Y le desea que sea feliz, en cualquier vida que eligiera lejos.
Le desea que le quieran una mínima parte de lo que ella lo hizo.
Y que siga estrellando sus carcajadas contra el costado de cualquiera.
Pero también desea que si se trata de mirar, lo sigan mirando con los ojos de ella. Porque fueron verdad. Fueron desastre y tren en movimiento. Fueron noviembre desordenado que terminó de florecer en primavera.
Pero él la quiso lejos y ella se dejó hacer por entera.


Otra vuelta al sol en la vida de M.

Mi casualidad

¿Sabéis la sensación de que el día transcurra sin incidencias?
De que todo siga su curso y la monotonía se aferre a tus prisas.
De que las pestañas amenacen con cerrar compuertas y de pronto aparezca.
Una vida;
una casualidad que hace que choques tus alegrías contra la rutina y entonces
el resto de las horas vuelan.

Una casualidad que te mantiene alerta y con la sonrisa puesta.


Pues yo vivo por esos momentos y sobrevivo entre todos los demás.

Casualidad morena, de ojos oscuros algo más de metro ochenta y cinco. 
Casualidad que se llevó aquella mañana de invierno mi sonrisa y me dejó desnuda de miedos.
Que jugó todas las cartas de la baraja para ser capitán de mi mundo y se quedó dentro, encallado en marea de mi recuerdo.

No digo que no pueda verme, ni vernos.
Solo digo que en un minuto todo se vuelve desconcierto, la saliva se escapa hacia arriba,
a cielo abierto y no me quedan costuras en el alma.

Mi casualidad se escabulle todas las tardes a las seis de mi cabeza para dejarme descansar. Se choca en los días pares contra la pena y me viste de domingo.
Dista mucho de ser la persona perfecta, pero es mi persona.