domingo, 20 de abril de 2014

Un número, una estrella


Llamadme rara. Si, merezco tener un cartel adherido sobre la frente que me llame por lo que soy: rara.
Adoro las casualidades, las sonrisas a media voz, los abrazos. Me encanta el pan con mantequilla, el yogur griego con galletas príncipe y ponerme en lo peor para después no llevarme decepciones. Soy de las que sacan un pie de la cama para dormir a la temperatura perfecta, una de las pocas zurdas que utiliza los cubiertos de la misma manera que un diestro.
Amo la música de todo tipo, siempre depende del momento, me encanta cantar, buscar formas en las nubes y vuelvo a ser una niña pequeña cuando me dan un beso en la frente.

En la vida hay que ser valiente y cada uno lo intenta a su manera. Porque quien no intenta, no consigue. Yo, por ejemplo, intento ser valiente entrelazando mis dedos a los dedos desgastados y longevos de las casualidades, a las comeduras de cabeza y a las noches en vela. Las madrugadas siempre son las mejores horas. Me encanta pensar que la vida nos ha colocado en un instante, en un momento en el que distintas personas se chocan por no frenar ocasionando desastrosas explosiones: de amor, de odio, de alegrías y tristezas…

Como cada domingo -el de hoy demasiado lluvioso- decido replantearme la vida del día siguiente, del maravilloso lunes, para poder empezarlo y lo que es aún mejor, seguirlo. Cada domingo surge una duda nueva que ronda mi cabeza, pero después se aleja presurosa hasta perderse en el horizonte, queriendo siempre surcar mares.
Veo las gotas caer por el cristal de una ventana que se me antoja extraña y pienso, queda poco, queda tanto, apenas hemos tenido invierno, ya casi llega el verano.

A menudo asociamos el invierno al frío, a la tristeza, a la nostalgia, lo presentamos unido a la oscuridad. Siento decirlo pero todos hemos tenido miedo a la oscuridad alguna vez, era hora de admitirlo. Nos encantaba levantarnos de madrugada y encender las luces del pasillo sin que se enterasen papá y mamá. Con un poco de luz volvíamos a ser valientes.

Por eso hoy confieso mi manera de ser valiente, no he olvidado esa luz que me salvaba de los monstruos que anidaban bajo mi cama y me hacía mecerme tiernamente en los brazos de Morfeo. Mi manera de ser valiente es correr en la oscuridad de una habitación hasta llegar a tientas al interruptor de la luz y encenderla, siempre que la apaguen, que me pasen y me pisen.

Luego llega el verano, tarde o temprano siempre llega. El verano va unido al calor, al olor a crema demasiado blanca, a amigos, a noches divertidas, a olas en un mar demasiado revuelto. El verano es ese  en el que los sueños se cumplen y las horas pasan demasiado rápidas. Me gustan los veranos.

Pero sobre todo, hoy estoy aquí para revelar que para mí ha cambiado la concepción de estas maravillosas estaciones. Sí, no olvido lo anterior, pero tampoco me estanco en el pasado.
A partir de hoy las dos estaciones son iguales, iguales de bonitas, de buenas de cariñosas. Hoy el invierno es dulce, sabor a chocolate caliente, a tardes de película, al crepitar de una chimenea, al tintineo de un trineo en navidad, a un cielo increíblemente estrellado. Ese es mi invierno. El verano por otro lado es salado, sabor a mar, a fruta, a amor, el verano tiene sabor a fiesta, a pies demasiado cansados, a espuma, tiene sabor de atardecer. No serían nada el uno sin el otro. No serían ellos.

2 comentarios:

Rubén Ortiz dijo...

Con cada entrada que escribes te superas :)

Galena dijo...

:)