jueves, 12 de marzo de 2020

Pandemia

Marzo de norte.
Y otro doce que amanece gris.

Quiero pensar que pertenece a la rutina de la que nos han arrancado y no al mal presagio de lo que se nos avecina.

Ahora no puedo más que darle vueltas a la frase de que quién ríe el último, ríe mejor.
Porque nuestras carcajadas ya resonaban desde el día uno en que escuchamos en los telediarios que un  tal COVID-19 estaba comiéndose las vidas en China.

"Aquí no llega." "Hay muchos chinos." "Y estas epidemias son necesarias" 
son varias de las perlas  con las que pude mortificarme desde que esta pesadilla dio comienzos en un enero que ahora se me antoja lejano.

Unas semanas después el tal corona, cómo todo aquel que ambiciona el poder, se ha volatilizado y ha venido a rondar nuestra respiración agitada y a quitarnos el sueño.

Es una gripe, se pasa, no tiene cura. Hay que esperar. 
¿Pero y los que no lo pasan? 

¿Quién nos cura del miedo?
¿Quién nos rebaja la incertidumbre en el vaso que ya no sabemos si ver medio lleno o medio vacío?
¿Quién rellena ese mismo vacío?

Hace una semana veíamos circular millones de imágenes y otros tantos vídeos queriéndose atribuir las risas que provocaba esta minúscula organización proteica,
incluso éramos nosotros mismos los que fuimos propagándolas: persona a persona. 

Hace una semana no teníamos ni idea.
Decíamos ser conscientes de que el tiempo nos estaba adelantando por la derecha, pero no sabíamos que éste iba a ser un partido robado y no nos darían ni los tres minutos del descuento.

Hace unos días éramos ajenos a que el último año de la carrera nos iba a a cerrar la puerta en las narices por obligación,
éramos reacios a pensar que no seríamos bienvenidos ni una sola vez más.

Sin comerlo ni beberlo y con el corazón en agarrado entre las manos, ayer por la tarde llegaron a su fin seis años que algunos tendrán a bien describir como los mejores de nuestras vidas.

Seis años en los que a pesar del vuelo del tiempo, han ayudado a transformar las incertidumbres en certezas y a nosotros asustados, atolondrados e indecisos, en el proyecto de persona que hoy puede mirarse al espejo.

Comenzamos con la idea de salvar vidas. El típico tópico al que acompañan unas calificaciones brillantes y una visión segura de futuro.
Nos dejamos llevar por la inercia y hemos llegado hasta aquí, a base de sudor y lágrimas; pero también a base de risas, de descubrir, de compartir y de decir que aunque sepamos una mínima parte de la profesión para la que nos formamos, algo hemos aprendido sobre los secretos de la vida.

En la soledad de un encierro preventivo me da por hacer balance de estos últimos años y de dónde me veo en los venideros.
Todo lo que os cuente sobre los pasados no podrá hacerles justicia. Siempre serán mejor que lo que queda en el recuerdo.
El futuro lo veo como una página en blanco, en la que falta una historia. 

Sé que hemos escogido una de las profesiones más bonitas que existen.
Nadie dijo que no fuera sacrificada. Nadie nos dijo que el reloj se volvía adorno cuando se trataba de echar horas.
Nada, sobre que nos exigirían las respuestas para todo, ipso facto.
Nadie nos avisó lo fácil que se olvida eso de que los errores pertenecen a la condición humana, y que ésta nos viene de serie.

Por eso, y porque- aunque el mundo se empeñe en sacarnos al ring y acabar con nuestras ganas a golpe de knock out en un segundo asalto mal avenido- permitidme que hoy le escupa a la tristeza.

Estoy triste porque, aunque entiendo y comparto la prevención, me han arrancado de una rutina que se me antojaba maravillosa.

Y me invade el pánico al pensar en este ocaso tan inconcluso.

Y lo peor no es olvidarse de esta pandemia cuando pase- que pasará.
Lo peor vendrá cuando no seamos capaces de dejar volar al miedo y disipar la alarma social.
Porque es el primero, en realidad, quien ha asumido el mando de todo.


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