domingo, 29 de marzo de 2020

Allí estaba ella.

Como Wendy, dándole a Peter el beso de la despedida
-y llamándolo dedal.
Así fue exactamente como se sintió ella en medio de toda la movida.

Dejando de llamar a las cosas por su nombre y encontrando de todo antes que la salida
de algún tugurio mal avenido donde caerse muerta, y darse por servida.

Fue como si aquel cuento extraño, manido y ultrajado,
como si aquella pesadilla que daba de bruces con una realidad fingida,
fuera con todos menos con ella.

Y que ella se sintiera la excepción de toda regla.

Como si los días previos no fueran sino el entrante de lo que se avecinaba.
Y el ruido del ralentí ayudara a mantener la calma a todo hijo de vecino.

Como si toda la rabia contenida, que callas en un beso, que cambias por cien pesos
y que se pierde en el espeso de tu mirada, saliera a flote
para detonar el caos sobre los semblantes impacientes de todos los que la miran.

Y que el polvo de después, sempiterno, supiera a medio camino.
A medio gas de un sentimiento polvoriento y manido.
A un casi que llega siempre en mitad de la huida hacia ninguna parte.

Las migas se quedaron en la mesa mucho después de las cuatro,
víctimas, testigo y presas de toda fiesta de domingo.
En el fondo del vaso, el agua que fuera el hielo y algo de sueños no servidos dentro de la botella.

Fue como si Cenicienta no terminara de llegar al baile porque se entretuvo con el naranja del cielo.
Como si la siesta de Aurora se postergara durante eones
y las palomas de nuestra querida Blancanieves tuvieran que salir para recordarnos
lo bonito que era estar en las nubes.
Fue como si Bella arrancase las páginas de sus libros favoritos para volverlos eternos.
Porque nunca nadie le explicó las dimensiones de la eternidad.

Como si la noche, tan esperada, nos pillara desprevenidos
en mitad de un huracán de sinceridad y miedo.
Y todo por lo que un día luchamos ahora se tornara volutas de humo sobre el sucio de las ventanas.
Sin hoguera alguna a la que echarle las culpas.

Y allí estaba ella.

Campanilla se secaba las lágrimas, y jugaba a ser de nadie.
Campanilla decía que mañana,
que los domingos eran los días comodín
y que su locura no sabía atender a razones.

Y entre broma y broma, dejaba asomar los sueños que le quedaban para sentirse princesa
y volvía a recomponer su inmenso corazón.

Allí estaba el fuego que la volvió hielo
y dejó las quemaduras para los siguientes capítulos de todos sus desvelos.
Y la luna, que lejos de susurrarle todos los porqué la sumió en un océano de dudas.
Embravecido e incesante.

Pero ella nunca había dejado de quererse -aún más cada domingo.
Y más incluso durante las madrugadas.
Cuando se desvestía de temores y la cabeza la dejaban ser.

Cuando por fin podía volver a volar sin necesitar aquel maldito polvo de hadas.






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