sábado, 1 de noviembre de 2014

Año nuevo, Nueva Delhi

Dicen que estoy loca, pero me apetecía. Quería sentirme viva. Vine a embarcarme en la mayor aventura de mi vida.
Aquella noche le daba vueltas, quería ver las estrellas desde otro punto de vista. Subí al balcón, desde allí no las veía. Y entonces tuve una idea.
¿Por qué no? Porque ahora que puedo y soy joven, ahora que estoy viva y aunque sonase a tópico sentí que era mi día. Algo en mi interior me dijo que la encontraría.
Rebusqué en todos mis recuerdos hasta dar con lo esencial y necesario.
Cogí el último autobús cuando todo el mundo dormía y me propuse soñar despierta como tantas otras veces. En una pequeña mochila llevaba un teléfono sin batería, veinte euros y un billete de ida.
Me subí a aquel avión. Nunca pensé que lo haría. Ventanilla, como siempre, y yo mirando las estrellas pero esta vez boca arriba.
Cuando, poco a poco, el avión subió más y más alto y se camufló entre las nubes de di cuenta de que viajábamos juntas, yo con las estrellas; las estrellas conmigo, a mi vera.
Tras doce interminables horas, mientras veía a Lorenzo despertar despuntando al alba, alcancé mi destino.


En mi cabeza sólo había una palabra: Diwali.
Todo, absolutamente todo a mi alrededor era alegría: las calles llenas de gente, cada persona encalanada, cada esquina decorada y otro día, como otros cientos antes que él, que llegaba a su fin. Recuerdo que pensé por un momento que no había lugar para la pobreza.


Aquella era nuestra, nuestra noche. Con ayuda del inglés conseguí el vestido más bonito que habían visto mis ojos. Era un sari de mil colores, tan ligero y delicado que al dármelo aquella señora tuve miedo de romperlo.
Conseguí un pequeño callejero y no paré hasta encontrar aquel pequeño encanto del que todo el mundo me había hablado, el hotel Marygold.
 Cogí un taxi en la avenida principal de aquella ciudad tan llena de vida, no sin antes llenar la memoria de mi vieja cámara analógica, la de mi abuelo.
Quería que aquello con lo que tuvieron mis ojos el placer de deleitarse fuera visto por el mundo entero. Necesité compartir aquel júbilo que se apoderaba de mi.
Allí el tiempo pasaba lento y la vida era un regalo de los dioses.
Me hice amiga de un pequeño botones del hotel- Ghuil se llamaba.
Era un jovencito de tez morena y mirada profunda que aprendió a hablar español en menos de una hora.
Entre risas y sonrisas me ayudó a arreglarme, me colocó el sari y me enseño una a una todas las tradiciones que debía usar en una fecha tan señalada.


También me dio un consejo con el que se me iluminó la cara, que no dejara de bailar en toda la noche.
Quiso saber que hacía yo allí. Fue entonces cuando le relaté mi historia.
Hacía muchos años que conocí a Kendra y necesitaba encontrarla. Cuando hube terminado, tras escucharme atentamente con el rostro serio y sereno, una sonrisa apareció enmarcada por sus labios. Fue una sonrisa que le llegó a los ojos.
-Pensé que vosotros no creíais en la vida. Te pareces a nuestro pueblo mas de lo que piensas.- Me susurró.
Aquella noche volvió a mi el presentimiento de que la encontraría. 
Paseé por las calles de Delhi. La zona más antigua y milenaria era maravillosa.
En una increíble explanada repleta de fuegos y velas, vislumbré a lo lejos las sombras de los elefantes, del viento.

Fui acercándome poco a poco. Eran tan bonitos... La buscaba a ella. Los miraba a todos a los ojos y todos parecían implorar que les deshiciera todas aquellas fruslerías para poder catar la libertad, pero ninguno me conocía.
Al final del camino, cuando estuve a punto de perder la esperanza, la vi a ella en el punto donde confluían los rayos de luna sobre una fuente de mármol inmensa. Era ella, tenía que serlo.
Tenía las mismas arrugas sobre la pata delantera izquierda y su oreja derecha seguía igual de caída.
Habían pasado los años pero estaba exactamente igual.


-¡Kendra!- Grité emocionada.
La pequeña elefanta hindú se dio la vuelta y abrió mucho los ojos acercándose a mi.
No soy capaz ahora de describir realmente todo lo que sentí en aquel momento. Hay cosas que sencillamente no se pueden explicar con palabras.
Me fundí en un abrazo con ella. Era todo cuanto habíamos necesitado.
Aquella noche no dejamos de bailar. Veía las risas de los niños, que divertidos, disfrutaban a mi alrededor. Las velas eran eternas, de esas que no se apagaban nunca.


Las  estrellas nos tuvieron envidia desde lo alto mientras alzábamos las vengalas de colores.
Y el sol fue saliendo poco a poco. A golpe de ilusión.
Ella y yo no nos perdimos de vista en toda la noche y nos pilló el amanecer.
Bendito Diwali, bendita vida.
Nos pilló el amanecer bailando.


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