jueves, 6 de noviembre de 2014

Espejo



Millones de luces salen a tu encuentro. Se estrellan contra tu pupila, demasiado contraída y te vuelven a encerrar en esa caja cristalina llamada espejo. Cuatro bordes que te mantienen prisionera, que te juzgan y no te dejan escapar.
No tienen reparo en escupir a la cara verdades como puñales que una vez dolieron demasiado.
Fuera, la lluvia repiquetea en el cristal y se oyen los motores como prueba viviente de una sociedad velocista. Velocista, si.
Un no parar desde que los pitidos de un estúpido despertador te sacan de la cama a regañadientes, donde aún eras feliz. Un viaje de ida sin retorno hacia una rutina y una vuelta a golpe de carrera. Para volver a repetirlo día a día. Sin descanso. El día de la marmota.
Mientras tanto tu reflejo sigue ante ti, y te acuerdas de cuando, en lugar de plasmarse en el espejo, descansaba sobre las aguas de aquel lago. Cuando no te habías, tan siquiera, despertado.
Tu mundo, tus cuatro paredes, tus límites y Snow Patrol como tu única compañía.
Te acuerdas de aquellos tiempos, cuando tu preocupación se convertía en perseguir a la luna tras el cristal o en apostar qué gota llegaría a la meta de tu ventana en primer lugar.
Sigues intentando conocerte, a través de ese espejo, miras tus pupilas y ves la palidez del miedo mirándote a los ojos de nuevo.
Piensas que en realidad el mundo está loco. Sientes no poder seguir gozando de su compañía, de sus palabras. Pero tampoco le hablas.
Tienes miedo de lo que pueda pasar, de fastidiarle la felicidad, de no saber qué excusa poner realmente para manifestar que lo echas de menos. Y te da pena.
Pero el tiempo corre, la vida sigue y el semáforo se pone en verde cuando se acaba el tiempo de espera para permitirte continuar tu camino.

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