domingo, 4 de mayo de 2014

Siempre nos quedará París



-Despierta, hemos llegado. 
Ella se frotó los ojos con ambas manos. Llevaban horas en el autobús y había llovido durante todo el trayecto.
-Tenemos que ver muchas cosas.- Le volvió a sacar Mario de sus pensamientos.- Aligera.
-Mario,-Dijo ella.- te quiero.
El joven la miró tiernamente a los ojos. Ella le enseñaba a frenar, a vivir. Era cierto que debían darse prisa pero, si iban sin aliento no podrían apreciar las maravillas de la vida.
Mario la abrazó y de la mano la bajó del autobús. Una brisa fría les recorrió la espalda de arriba a abajo. Elena, todavía aturdida por el sueño se desperezó. Mario observó a la chica de sus sueños. Quién le diría que tras pasar por tanto estarían en un autobús de camino a París…Impresionante. Cómo se dejaba convencer. Aquella forma de morderse el labio de Elena se le antojó maravillosa. Otro motivo más de su sonrisa y una idea que voló fugaz hasta aterrizar en la cabeza de Mario.
-Elena…-Susurró a su oído.
Ella tembló como una hoja oponiéndose al viento del norte.
-…tengo una idea.-Terminó el joven.
Cogió con cuidado las maletas y de la más grande sacó un pañuelo colorido para vendarle los ojos.
-No puedes ver hasta que hayamos llegado.- Confesó ante el ceño fruncido de la joven.
Años atrás, cuando Mario había viajado a París con sus padres y todavía era un niño, encontró por accidente el lugar más mágico del mundo. Estaba allí, en la ciudad de la luz, y era solo suyo. Anduvieron durante unos minutos de la mano a través de las pobladas avenidas hasta que el joven indicó a Elena que se parase. La joven, intrigada, apretó aún más fuerte la mano de su novio.
-¿A dónde me llevas?- Quiso saber.
-Es un secreto.- Respondió Mario divertido.
A Elena le pareció que habían entrado a un edificio, debía de ser viejo a tenor del crujido de las escaleras de madera. Luego escuchó el chirrido de una puerta metálica y algo de luz se hizo ante la oscuridad de sus ojos cerrados, acompañada de una brisa de primavera.
Mario le soltó la mano y ella se sintió perdida. Aún así esperó. Escuchó que los pasos del joven iban de arriba a abajo. Buscaba algo que hacía quince años que había encontrado y escondido para una ocasión como aquella. Allí estaban. Bajo la florida enredadera, demasiado salvaje. Sacó dos copas de cristal, algo desgastadas y una botella de vino cerrada herméticamente. Mario estaba seguro de que antes de él, aquel lugar había sido la maravilla de otro romance de otoño. Siguió hurgando y encontró un pequeño trozo de tela rojo. Lo extendió sobre el balcón y colocó las copas y el vino sobre el mantel improvisado.
De pronto recordó que las tenues luces que habían iluminado aquella especie de jardín en otro tiempo se encendían  desde dentro. Corrió al interior y cuando dio con el interruptor salió fuera de nuevo.
-Ya puedes quitarte el pañuelo.-Musitó Mario al oído de Elena.
Ella tiró de aquel nudo para encontrarse aquel escenario salido de una película de época. Probablemente estarían en uno de los edificios más antiguos y elegantes de París, en la última planta. En el horizonte del Sena los colores se volvían intensos. Estaba atardeciendo y las nubes que habían invadido el cielo habían salido huyendo. Aquella torre, impertérrita coronaba la ciudad maravilla. Los labios de Elena aún estaban entreabiertos por la sorpresa y la joven miró a Mario, mientras estos se tornaban en una sonrisa.
-¿Cómo has encontrado este sitio?- Preguntó la joven.
-Igual que a ti.
Ella le regaló otra sonrisa. Aún así, seguía sin saber la respuesta.
-Lo encontré por casualidad.
Abajo en la calle ña música comenzaba a inundar el ambiente, transportando a la pareja a la Bohème francesa. En el cielo las luces que aquella torre y las estrellas competían por ver quien brillaba más fuerte.

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