Puede ser que los años que atravieso tengan parte de culpa, el caso es que hay pocos sitios en los que pueda pensar en profundidad y albergar más emociones que en un aeropuerto.
Últimamente los piso con frecuencia. De hogar número uno a hogar número dos. De visitas, de despedidas y bienvenidas. O por el simple placer de “perderse sólo para reencontrarse” como canta Juancho.
Aquel día no recuerdo a quien esperaba-o si- pero estaba nerviosa. Mis dedos jugaban con las manecillas de un reloj que parecía no moverse y el corazón amenazaba con salir y tocar techo.
Comencé desde bien temprano con mis devaneos mentales. Y entre tanta metafísica jugaba a imaginar una historia para cada una de las huellas que me pasaron por delante.
Esperaba quedarme en aquel limbo temporal de manera indefinida para ver cada reencuentro y saber si las corazonadas tenían algún fundamento científico.
Esperé y esperé. Miré la hora veintitrés veces en cuarenta y cinco minutos, escuché el primer disco de Estopa y adiviné un par de lágrimas en los ojos que aguardaban.
El chico moreno y alto la recibió con uno de los abrazos más sentidos que he presenciado. Un par de besos apretados que sellaban promesas y una sonrisa asquerosamente impoluta.
Luego vi a un par de niños de cinco y siete años correr hacia una mujer. Y detrás una pareja con caretas de Trump arrastrando dos carros repletos de maletas. Se abrazaron todos en otro idioma y se desearon un fantástico comienzo de las vacaciones.
Después se deshizo mi espera. En besos y abrazos. En sonrisas.
Y me acorde de algo que me hacía sonreír. Cada vez que podía iba a recibir a los míos a cualquier aeropuerto porque siempre me he sentido plena al poder ver una cara de sorpresa y que yo tenga parte de culpa.
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