miércoles, 25 de septiembre de 2019

Finisterre contigo.

No sé que vi en ti.
A día de hoy y con tanto ensayo y error a mi espalda, me volvería a quedar.
Justo aquí.

Solamente sé que el día de la colisión frontal con tus pestañas fue el primer día del resto de mi vida.
Quizá fuera que al mirarte a los ojos, estos dijeran mucho más de lo que querías enseñar.

Es cierto, recuerdo aquellos días con cariño porque fui yo el que quiso saber más.
Fui yo quién, levantando una a una las capas de tu coraza, consiguió mirarte por dentro.
Y eras exactamente tal y como te imaginé.

Antes de ti, yo era un tipo educado, formal, algo serio pero con tendencia a las bromas.
Estaba satisfecho con mi trayecto y enamorado de las pequeñas cosas de la vida.

Pero niña, contigo, todo fue más; desde aquel septiembre.

Me vienen a la cabeza todos los cafés que rechazaste.
Aún hoy, sigo sin saber si fue tu magnetismo lo que llevaba escrito el quédate.
Que me quedara y luchara una batalla que igual venía perdida de fábrica.

Nos descubrimos en los ascensores.
Comencé a perder la cabeza por temporadas.
Cayó sobre mi una losa de moral y puse tierra y tiempo de por medio.
Me dije que eras pasajera y que tenía que dejar de verte hasta con los ojos cerrados.
Le eché la culpa al tedio de una rutina demasiado monótona.

Recuerdo que te rocé el dorso de la mano derecha y decidiste que era buen momento para abrirte en canal: con idas y con venidas, con tantos sueños como deseos.

Y me enamoré.

Pensé que se me pasaría pero, al apartarte de mi lado,
sólo quedó vacío.
Tardé bastante en darme cuenta de que no estaba loco cuando pensaba que tú eras el motor de mi mundo.

No sé quién me explicó que los convencionalismos, el amor-fou, mi pragmatismo y los años de más no eran la brecha insalvable.
Ni quien convenció a quien, para que aquella historia por escribir se gritara a los cuatro vientos.

Sólo sé que una noche volví a mirar a la luna y todo volvió a ser sencillo.
Te vi como estrella polar, y me convertí en un barco destartalado que se dejaba guiar- sabedor de que el fin sería un buen puerto.
La guerra entre tú y yo estaría equilibrada; yo pondría la cabeza y tu le echarías corazón.

Te busqué y me susurraste al oído cuánto te gustaba la palabra nosotros.
Te di mil razones para no volver- y tú pasaste las mil y una notas bajo mi puerta diciendo que te quedabas.
Habíamos quemado a lo bonzo tu vergüenza y mi moralidad y solíamos jugar al despiste con las madrugadas. Vimos Troya en llamas desde nuestras retinas.

Me agarré con ansias a tu fe ciega de que aquello saldría bien y sólo me quedó remar.
Con viento a favor, con tormentas, en contra o a marejada limpia.

Me enseñaste que no estamos de paso: es nuestro paso- decías.- El resto no importará tanto.
Y te construí el más bello de los cimientos para vislumbrar esa manera tan nuestra.

Siempre fuiste un poco bruja: dijiste que pasaría, y pasó diciembre.
Y el año nuevo me regaló certezas como la de que tu recuerdo sería indeleble dentro de mi cabeza.


Y no, no fueron imaginaciones mías: tú viniste a perseguir mis huellas hasta el amanecer  de Finisterre y nos dejamos llevar.

Y hoy, te veo dormir a mi lado y juro que no me arrepiento de nada.
Que doy gracias cada día por haber hecho una maraña con la razón y no parar hasta dar contigo porque me hiciste creer en algo.
Me dejaste ser mi versión mejorada porque contigo quise hacer las cosas bien desde el principio.

Jugamos a ser nosotros en la ruleta y nos llevamos el mayor premio.

El beso


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