sábado, 14 de septiembre de 2019

El mallorquín


Ella pensó que no quedaban caballeros.
Que se equivocaba cada día al intentar curvar la sonrisa de un mundo hostil,
porque éste, jamás le remitiría tamaña muestra de cariño.

Creyó haber errado de época al abrir los ojos por vez primera.
Ella ingenua, soñadora y tan risueña por dentro; escapando de
todo daño pero, dando abrigo a sus lágrimas.

Albergaba aún, con bastante celo, la esperanza de ser feliz algún día.
Tenía fe ciega en haber llegado a rozar un estado del que todo el mundo tenía conciencia y al que muy pocos se habían amarrado.
Y quiso atesorar el tiempo sin arrepentirse de lo vivido.

Sin embargo, seguía pensando que “ser” al lado de alguien que se diera cuenta del verdadero yo era una de las aventuras más emocionantes que había vivido la condición humana.

Estaba demasiado obcecada siendo una enamorada empedernida  y, a menudo, olvidaba distinguir lo importante a su alrededor.

Fue por eso que, al aparecer un caballero de los de antes, disfrazado de muchacho de muchas letras, algo amenazó con desatar el temporal dentro de su inquieta cabeza.

Eran cuatro y las vacaciones amenazaban con darles carpetazo sobre la noche mallorquina. Un reencuentro regado con el mar Mediterráneo que fundía los corazones y lo llenaba todo de risas.
Y ella volvió la cabeza para grabar en las retinas todo lo que podía despertar aquel encuentro fortuito.

Fueron un par de miradas, el ceder una silla para poder compartir a gusto, y dejar de lado un cuaderno repleto de historias fascinantes a tinta negra, para dejar que las carcajadas resonaran despreocupadas sobre aquella plaza y su calor.

Y él, tras cederle el asiento con cualquier excusa barata,  se guardó una última pregunta entre los labios. Tuvo miedo entonces a recordarla de manera eterna como un único silencio.

Ella no tuvo más suerte.
Lo llevaría dentro como a todas las cosas bonitas de la vida:
Las que se exprimen y se sienten, pero no hacen falta que nos las cuenten.

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