sábado, 3 de marzo de 2018

Dos caras

Miles de almas unían sus voces por alguna causa honorable. Corazones henchidos bajo sonidos que se hacían llamar música, luces de mil colores y de cualquiera de los gustos inimaginables.

Y al mismo tiempo, a no sabemos cuántos kilómetros, ella caminaba tranquila.
Los pies le pesaban como plomo.
Las ganas se le habían terminado,
exactamente igual que los cristales hechos añicos de la última copa,
a oscuras, y por lo suelos.

Aquel sitio, de día, vacío de vida, y lejano a todos los ruidos de la noche, se le antojaba extraño.
Él ya no estaba al fondo de la barra con su sonrisa de fiesta, pero se había dejado la chaqueta.
Debió olvidarla con tanta prisa y tantas ganas de roces con aquellos rizos rubios.

En aquellos lugares era donde ella se daba cuenta de las dos caras de la vida.
La animal y la racional.
Pero no entendía por qué la luna era todo instinto y el sol pensaba de más.

Los pies seguían pesando y ella era reacia a compartir el sonido de sus pensamientos con una multitud que no terminaba de verla aunque la mirara, por eso siempre llevaba puestos los auriculares.

Su padre le había dicho muchas veces que la vida te tatuaba lento y bien, que no hacían falta ni medias tintas ni tintas enteras. Que te dejaba marcas como cicatrices que luego eran difíciles de borrar hasta para el olvido.
Por eso su sonrisa se asomó de madrugada cuando levantó partes del alma negra que le cubría los hombros.
Justo ahí. Tenía la primera de las cicatrices. No le dolía, aunque puede que si lo hiciera hacía unas diez lunas; pero le traía de vuelta unos tiempos en los que lejos de sentirse plena, fue feliz con poco.

Y no sabía cómo atesorar cicatrices, no le importaba dormir de menos soñando más, si con ello el corazón se le hacía más grande que las ideas.


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