domingo, 6 de julio de 2014

De Sevilla al cielo

Leer entre líneas. Equivocarse, caer. Hablar de un fúnebre crespón y no apagar la llama de un amor.
Todo ello lo escribía un joven. Días, años, siglos atrás. No eran más que palabras. Palabras mágicas. Absurdas para quien no creía en la magia, inútiles para quien no supiera enamorarse, inverosímiles para quien no quisiera creer.
Entonces había poesía, tiraban plumas y tinta en rincones apergaminados por una mujer bella, mientras respondiera el labio suspirando al que suspiraba y las palabras se convirtieran en algo más.
La noche no era más que un hada, y la luna siempre la miraba.
Las palabras salían veloces de las manos inexpertas que raudas sujetaban aquella pluma color esperanza en altas horas de la madrugada destinadas a los cabellos de una ella que suspiraba despierta entre sollozos pidiendo volver a verle. Y él no cesaba. Nunca lo hacía.
Desde cero. Creyó en el amor, se forjó su propio criterio y decidió alimentarlo. Los ojos ya dolían y el alba despuntaba pero el había decidido entregarse. Entregarse de la forma más sincera y honesta que habían conocido sus ojos, con la poesía.
Olvidó los días, olvidó las horas contadas para volver a verla. Se citaría con ella a oscuras entre tinieblas para así evitar que nadie los distinguiera.
Ella olvidó su rostro, olvidó su nombre, se desvaneció dejando sólo las palabras que describían injustamente su persona.
Él corazón en mano, subió hasta su giralda. Cien días después y sin lágrimas en los ojos decidió cambiar.
Ya no era aquel chiquillo enamorado al que había absorbido la vida. Ya era el hombre que perduraría en los corazones ilusionados del mundo, sería el hombre que diría tanto con tan poco y al que una pluma bastaba para plasmar en una línea la hermosura de un alba de abril en Sevilla.
A  G.A. B


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