Al encontrarnos ayer con tanto que decir fue como si no hubiese pasado el tiempo. Él hace algunos años que descansa porque sus sueños se hicieron realidad. Coincidíamos en todo porque: él ha conseguido recorrer el mundo; y yo, porque mis sueños están hechos de unas ilusiones preciosas.
Me pidió que fuera paciente, que llegaría el día en que agarrase una mochila y no volviera, porque todo lo que necesito va a mi espalda y hogar será cada nuevo destino sobre el cuaderno.
“Cuando no te queden sueños que cumplir, pequeña, vuela”
Pero claro, quise saber mucho más y vi el mundo desde sus ojos.
Salí de aquella enorme sala de exposiciones fascinada. Porque pensaba en que son pocos los que sepan enseñar al mundo su manera de vivir y hacerse respetar por disfrutarlo todo al máximo.
Él era uno de ellos.
Lástima que llegué tarde y él no estaba allí. Solo su obra. Todos y cada uno de los golpes de pestaña hechos papel, sobre lienzos, en blanco y negro y a todo color.
Pero ahí estaba gran parte de su visión. Di cuatro vueltas al recinto. Intentando reconocer el patrón, el secreto.
Y creo que iba de elevar a octava maravilla lo cotidiano, de ponerlo al alcance de tus manos y morder la manzana del ansiado paraíso.
Ayer reconocí a un genio, de otra época. Un joven excéntrico que enamoró al mundo con su movimiento y se enamoró para siempre de una de sus musas.
Y qué vértigo tuvo que darle su para siempre a la muerte, porque a ella se la llevó primero. Pero la belleza de Wenda quedó grabada en los ojos de él.
(Wenda Parkinson, para Vogue por Norman Parkinson)
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