lunes, 29 de julio de 2019

Volver a Neptuno

Cuarenta y ocho horas que se agotaron en el inmenso reloj de arena.
Pasamos de nube a desierto flotando sobre una isla de fuego y procastinación rodeada de todo
menos de mar.

Reír, llorar y tener todo el vello a punto de hacer un triple mortal sobre mi antebrazo fueron tres de las hazañas de las que presumí al llegar a Neptuno.

Fui espectadora sin butaca de terciopelo
del mayor de los misterios: la amistad en todas sus formas.

Pude compartir la vida entrelazada y el cariño hecho hermandad
desde una de las salidas de emergencia.

Tan solo hicieron falta dos días para que la resaca emocional, que pecaba de mejor amiga, aflorase por todos los poros de mi piel y me amenzara- daga en ristre- con quedarse.

Los vi siendo ellos mismos, flotando en el océano de lo sincero y quise declararme habitante de la oquedad que dejaban todas sus carcajadas.

Me vi a mi misma- volviendo a los siete- con mi ilusión y mis zapatos nuevos, muy rojos y brillantes.
Bailé hasta que mis pies dejaron de ser
y pendí mi vida sobre los acordes de un par de canciones alegres.

Me atreví a mover los hilos de alguna que otra alma cercana
para tejer el mejor de los atardeceres sobre aquel verano.

Y no supe.

Ni quise desprenderme de aquellos alientos que me bautizaron con dichosa como segundo nombre.

Sólo fui capaz de agradecer aquel soplo de luz inyectado a manos llenas y desear un pronto reencuentro entre todos mis silencios.

Hace días que el calor se asentó entre estas cuatro paredes y lo único que desprende mi garganta es una mezcla de alaridos incomprensibles.

Y vuelvo a las gracias. Por las partes que les tocaron- y las que tocaron hasta descubrir mi propia melodía.
Y gracias también por la forma tan bonita de cuidar.

A mi no me deben nada;
quererlos, fue la parte fácil del rompecabezas.


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