sábado, 10 de noviembre de 2018

Se pararon las horas.

El día que lo mataron nadie lloró.
Mandaron prenderlo y segaron una luz imposible de contener.
Se dice que después de eso, no puso un pie sobre el cielo.

El día que exhaló su ultimo aliento el lorenzo volvía por la puerta grande para derretir la jornada.

Y aquella luz de blanca silueta huyó con el sello de un tiro a bocajarro sobre el corazón.
Y cesó el tictac de su reloj de bolsillo.
Como si fuera el único que auguraba un final no escrito.

El día que se lo llevaron el río fluía ajeno a todo;
y Catalina, no supo cómo despedirse de quien tan bien le había llorado.

Los puñales descansaban inmaculados sobre una alacena, para no volver a ser culpados.
Y lo llevaron a matar.

¿Cuántos cuartos valía una vida entonces? ¿Y una pena?
Dependía de tu cuna.

Federico alcanzó la muerte en vida mientras se arrancaba el corazón a tiras.
Sangraba sus heridas sobre el papel y curaba con tinta el daño hasta quedarse sin aliento.

Una vez le abandonó ese aliento, cayó preso en la desidia, y el dolor dejó de ser insoportable.
Aprendió a no querer desaparecer, a dar vueltas en una noria sobre su misma tristeza para sacar a caballo una alegría ilusoria.

El derramamiento de sangre a destiempo no sirvió para dejar de llorar los rotos.
Tampoco sirvió para que Yerma volviera a ver vida tras su mirada, ni para que las Alba se sobrepusieran a la pérdida.
Tampoco, para que la novia dejara de teñir de sangre su vestido abrazando dos corazones y siendo prisionera de su alma.

Sus palabras volaron más allá del mar.
Y aún cerrando los ojos, llevamos muchas lunas derramando unas lágrimas que no nos pertenecen.
Todo por no dejar que quien amaba muriera de pena.
Todo por no saber escuchar la voz del desaliento y creernos dueños de todo lo que ambicionamos.

(La Novia- Inma Cuesta)



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