viernes, 22 de junio de 2018

De las cosas que hacen frenar

Fuera junio no termina de florecer.
El cielo llora, incesante, pidiéndonos un respiro, una mano alentadora que lo acerque al mar. Un grito que sangre todas sus heridas.
El frío se nos ha colado por los marcos de las ventanas y del verano no hay ni rastro.
Pero no puedo evitar sonreír a la vida, cuando veo que enlentece el ritmo para aquellos que lo necesitan.
Me encanta observar el bullicio desde las ventanas. Hace que mi mente se acelere en forma de preguntas de las que ni yo sé cómo salir.
Pero hoy, mientras el cielo lloraba, vi pasar a todas las edades concentradas en cuatro vidas.
Todo ello en menos de cinco metros de una fachada vetusta y cubierta por las humedades.
Dos de esas vidas no sumaban los treintaytantos y se abrazaban ante un semáforo demasiado carmín. No llevaban paraguas pero tampoco se les veía necesitados.
Aquel fue el primer instante en que vi al mundo detenerse.
Pero luego. Me di cuenta de que no era yo la única observadora de aquella calle concurrida.
A lo lejos, venían otras dos almas con muchas más canas sobre las sienes que, al ver los abrazos calados, se dieron la mano.
Como si la vida nos enseñase a recuperar lo que perdemos cuando nos invade el pánico a intentarlo.

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