lunes, 15 de mayo de 2017

El imbécil más afortunado del planeta

Juegas a sentir las gotas de lluvia sobre tu pelo. A no despreciar ninguna.
Siempre has adorado el agua.

Las tontas de las gotas se confunden con las perlas que emergen de tus ojos. No consigo distinguir cuál es cual.
Me pregunto desde no tan lejos porqué estarás llorando. Maldigo mil y una las veces que hayan podido inundar esos ojos que carecen de salida de emergencia. Mi cabeza divaga sobre qué rondara la tuya.

Mientras, adivino el vapor que te avisa de que la ducha tiene la temperatura perfecta.
Para no llegar a más extremos.
Terminas de deslizar los restos de tu ropa interior por entre las piernas, y acaban en algún lugar de tu habitación fuera de mi campo de visión.

Cierras la ventana de la vida, y te alejas de los grises que contrastan con la alegría de los transeuntes.
El dorso de tus manos se estrella contra tus mejillas y desprecia los restos de humedades que ahondan las cuencas de tus ojos.

Y luego te me desapareces.

Siete minutos.
Es el tiempo que tardas en volver a aparecer por tu ventana cubierta entre toallas.
Yo no he apartado la mirada de las únicas luces que descubrí en el edificio.

A veces necesitamos esas duchas eternas de siete minutos.
Para que el cuerpo hierva y la piel se torne sonrosada. Esas duchas en las que encuentras las respuestas a tus problemas.

Ya no tienes lágrimas. Parece que ahora te has vestido de sonrisa. ¿Eres así siempre?
Me recuerdas al mar. A cuanto echo de menos las tardes con ella. Te pareces mucho.
No recuerdo su nombre, o no quiero recordarlo.

Te acercas al armario y jugueteas indecisa con las prendas del interior. Eliges una sudadera de una talla demasiado grande.
No te la pongas, quédate así.

Pero tú no me oyes los pensamientos.
Ni siquiera sabes que te espío desde mi ventana, entre las sombras.

Te colocas la sudadera y los recuerdos regresan a mi cabeza.
Claro que me acuerdo de su nombre.
Marina.

No te pareces. Eres tú.

Soy el idiota que te rompió el corazón.
El estúpido que te dejó escapar.
El que no sabe cómo explicarte que perderte fue pecado capital.

Llevas puesto lo único que te quedó de mi.
Los restos de la arena que quedaban en ella ya no los veo.
Has cambiado las olas y los atardeceres por la lluvia.
Las balas, por los conciertos, y las risas por las lágrimas.

Me pregunto si ahora también preferirás el norte, a tu querido sur.

Tengo miedo a decirte que no te he olvidado.
A que el “no" vuelva a ser el juez de nuestra historia y la distancia, mi abogada de oficio.

No había vuelto a saber de ti.
Hasta aquel noviembre que decidí venir a buscarte al norte.
Venía con el propósito de convencerte de que me gustaba ser contigo. Quería pedirte perdón.

Y las malditas casualidades de la vida, o las bromas del destino han vuelto a apostarlo todo para ganar. Llegué al hotel en el que me hospedaba y salí a la ventana. Necesitaba un cigarrillo.
Hasta allí habían llegado las excusas.

Cuando, de pronto, te vi.
No podría confundir las ondas de tu pelo cuando te pones a bailar. 
Bailabas a carcajadas en el edificio de enfrente. No podía ver con quién hablabas pero reías.

Y cómo echaba de menos esa risa, Marina.

Te vi feliz y me dio miedo.
No quería ser yo el que derrumbara de nuevo tu felicidad.
Así que aquí estoy.
Alargando el viaje y las oportunidades.
A 72 horas de volver a ser humano, plantado ante la ventana. Sin encender las luces.
Hay dos cajetillas de tabaco en el suelo, y miles de colillas en el cenicero. Mi aliento apesta a cerveza y yo no me resisto a echarte de menos.

Iba a volver mañana. A desearte feliz vida en silencio. Hasta que ha empezado a llover de nuevo. Y con la lluvia, tus lágrimas.

Entonces sé que tengo que recuperarte.
Empleo siete minutos en decidir mi vida bajo el agua hirviendo. Bajo y pregunto en recepción dónde puedo comprar girasoles.

La floristería no queda lejos. Me acerco y consigo lo que quería. No quedaban girasoles pero servirán. Regreso sobre mis pasos y marco tu número al llegar a tu portal.

Contestas al segundo. Creo que habías borrado mi número a juzgar de tus prisas.
-¿Si?- Preguntas seria.
-Marina…
Se te corta la respiración al otro lado de la línea. Tendría que haber subido de nuevo a mi ventana.
-Nacho.- Dices entonces.- ¿Qué tal? ¿Pasa algo?

Venga, imbécil. Dile que baje. Que tienes algo para ella.

-Sólo quería saber cómo estabas y que bajaras a por algo.
-¿Bajar? ¿Qué hay abajo?
-Yo.

No te doy oportunidad a contestar. Pulso el botón rojo y espero. Te veo bajar apresurada por las escaleras. Llevas mi sudadera y unos vaqueros. Abres la puerta indecisa y me miras pidiéndome explicaciones.
Pero a mi solo me sale empezar por donde lo dejamos. Así que busco entre tus labios un beso que siempre llevó mi nombre.
Y te lo digo todo al oído. Luego las flores y tus ojos.
Veo en ellos que hay esperanza, perdón y ganas. Y que los reproches se quedaron en la ducha, con las lágrimas y los corazones rotos.
Y siento.
Más que nunca, y más que siempre.
Me siento bien, comprendido y contigo.

Y me declaro el imbécil más afortunado del planeta.



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