domingo, 31 de julio de 2016

Por el último día del resto de mi vida

No recuerdo cuanto tiempo pasé pensando sobre la arena. Ni soñando despierta.
En aquella playa siempre habia perdido el sentido de las horas. Los minutos a veces volaban, pero otras- en silencio- eran eternos.
Ya iba siendo hora de despedirse. Y entendí las palabras que por aquel entonces me susurraron sobre el odio y la aversión hacia las despedidas.
Y recuerdo que juré no haber vivido mejor comienzo de verano que el de aquel año. Después de un año que había querido acabar conmigo por el norte; el sur me había recibido con la mejor de sus sonrisas y con miles de vidas con las que cruzarme. Algunas de ellas venían con garantía (garantía de que iban a durar siempre).

Recuerdo que hundí los pies en la arena.
Aquellos granos con complejo harinoso que amenazaban con no soltarse nunca de los dedos de mis pies.
Que miré de frente a mi presente. A mis dudas, y les planté cara.
Que me desvelé con el pasado.
Y me cuestioné qué sería de mi vida las horas próximas.
Y que nada, en absoluto, era lo que parecía.
No recuerdo haber visto unos colores más vivos que aquel treinta de julio contemplando la puesta de sol. La última.
Ni un deseo más ansiado, colgado sobre mi cuello en forma de gargantilla.

Era cierto que algunos podían pensar que era una nimiedad, que los colores podían conseguirse con simples mezclas y había cosas más importantes, que el tiempo era inútil perderlo.
Pero para mi, observar aquello con mis propios ojos, y tener el privilegio de compartirlo con los míos era la definición de felicidad.

Luego podían venir muchas noches de fiesta, muchos bailes e infinitos pies de repuesto, pero aún no había experimentado nada como aquel pequeño instante de felicidad que guardo en mi memoria.


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