jueves, 15 de febrero de 2018

Los amantes con rotos

Fuera llueve la madrugada.
No hay flores en su papelera. Ni mensajes de buzón.
No hay bombones bajo la puerta, ni caricias a media estrella.

No los quiso. Renegó de todo aquello que materializaba el amor. Y no porque odiara todos los catorce de febrero. El odio no se llevaba bien con la adoración. Y ella era una enamorada empedernida.

Siempre pensó que su error era esperar demasiado de la vida, de los retazos que la rodeaban.
Siempre pensó que los cabezazos contra la pared eran enseñanza y las piedras sobre el camino eran pasatiempos para llegar a aquella playa.
Pero su mayor error no fue más que dar el doscientos por ciento de si misma. Echar el alma en cada suspiro y no guardarse nada para los restos. Dar de más en un mundo que la quería de menos.

Y allí sigue. Hablándole a la luna. Pensándolo bajo la cortina de agua que lloran las nubes. Demorándose en sus ojos grises, como el tiempo en sus días menos remotos.
Sigue queriendo sin querer, y regalando lo mejor de si porque no se lo enseñaron de otra forma. Sigue recomponiendo bajo la luz de un par de velas los pedazos de corazón. Se le han derramado intentando colocarlo en la repisa más alta.

Y confía.

Es hora de entregarse a los sueños. De perseguirlos bajo las sábanas, y de construirlos cuando llegue la mañana de mañana.
Otro catorce escapando sin hacer ruido y extrañando la presencia de los amantes con rotos.
Otras flechas que un ángel semidesnudo nunca tirará.

Y más besos. Más roces de labios sobre sus ojos grises en medio de ninguna parte.

En mitad de ella, pero lejos, él la piensa. De todas las formas posibles. La piensa piensa libre, la quiere niña. Pero hace ya mucho que se siente triste.
Fuera no llueve.
Se siente lobo, aullando a la luna un vuelve que no termina de hacerse eterno.
Descubre las marcas de sus rodillas, los surcos bajo sus mejillas persiguiendo a su reflejo.
Debería haber previsto aquel adiós. Las estaciones, fueran del tipo que fueran, nunca debieron escribir la palabra fin.
Y el suyo fue un disparo a quemarropa, a bocajarro y a mandíbula batiente.
El suyo fue un te quiero murmurado.
Demasiado bajo como para que la vida le perdonara los pecados.


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